MEZCLA INELUDIBLE

19.05.2009 08:54
Una ciudad que discrimina por la forma de hablar
y de vestir; una ciudad en la que pueden perecer
por no trabajar de sol a sol; una ciudad
que más que nunca necesita que la
gente se aproxime entre sí...”

 

Todos los seres humanos son iguales ante los ojos de Dios, que poseen los mismos derechos, deberes y oportunidades. Para Juan Antonio Cuesta, al igual que los demás miembros de las comunidades negras y otros grupos raciales en Medellín, concretamente, sus vecinos blancos, la realidad a cada momento les demuestran todo lo contrario.
 

Blancos y negros están en una ciudad que maneja jerarquías sociales; una ciudad que discrimina por la forma de hablar y de vestir; una ciudad en la que pueden perecer por no trabajar de sol a sol; una ciudad que más que nunca necesita que la gente se aproxime entre sí, así tengan el más diverso origen; “una ciudad que fomente el nexo de relaciones raciales” (Peter Wade).


Su color de piel no los describe, los distingue, sus realidades se asemejan; viven juntos o separados; hacen masa o silencio; se aferran a las montañas de la ciudad y deambulan por sus calles. Cruzan puentes, a pie y en bus, en automóvil y en Metro; huyen y se muestran, se esconden y aparecen.
El término negro encierra muchas consideraciones: oposición a blanco, ascendencia africana, sentido peyorativo, estereotipo denigrante, principio étnico, componente histórico de la cultura, identidad nacional, igualdad con la noche y el espacio sideral. Para Juan Márquez, habitante del barrio La Iguaná, “el negro es herencia, ejemplo de cultura y sabor.”


Remberto Ochoa tiene 39 años, no tiene trabajo, es perezoso y desorganizado; usa una vieja y descurtida camisa azul desabotonada; se la pasa jugando dominó con sus amigos. A pesar de contar con niveles básicos de educación, tiene mucho conocimiento de la vida. Para él, “si los negros triunfan, ¡qué vivan los negros!”


Buena parte de la población blanca aún continúa autocalificándose como pura, superior, transparente, privilegiada o aria, como diría el más ferviente seguidor de la corriente hitleriana. En palabras de Rene Depestre, “el negro actúa en el rostro del mundo como una verruga de la historia; el blanco, como un bello lunar.”


Por todas partes se les ve porque “la calle es de todos”, se han tomado comentarios, análisis, miradas, actitudes ofensivas, andenes y empanadas con gaseosa. Son blancos y negros, discriminados por los “suyos” o por los “otros”; especies que se aferran a la vida o al desastre; que se hacen dignos o se humillan.
 

Su tarea más importante es contra el racismo, ese enemigo que impide la consolidación de una sociedad fundada en la paz y en el respeto mutuo; ese que dirige sus ataques contra formas que se han mudado de rostro; ese que profesa “la superioridad racial y cultural” (Carvajal U. de A. 1997).
 

En la ciudad confluyen altos, bajos, gordos, mestizos, negros, monos, mulatos, indios, alfabetos o analfabetos. Viven solos, donde familiares o amigos; les gusta la música de Darío Gómez, la sinfónica y la parranda. Se quedan en casa viendo un partido de fútbol o se duermen en una acera del Parque Berrío junto al Banco Ganadero.
 

El Chocó actúa como una reserva de mano de obra para dársela barata a Medellín. Ya en la ciudad, “claros y oscuros”, como he osado llamarlos, asumen la venta de comida preparada, las frutas frescas y las bebidas en lugares públicos, como su principal destino porque la educación nunca fue su aliada ni su instrumento de obtención de oportunidades.
 

La historia de Medellín es uno de los deportes locales de frecuente práctica. De ella hacen parte artistas, tenderos, agricultores, ganaderos, acarreadores, albañiles, paleteros, recicladores, amas de casa, limosneros, vagos del rebusque, entre otros. Muchos de ellos tienen niños, aman, se reproducen, viven; cantan, lloran, les da dolor de estómago. En conjunto o aisladamente, dan identidad a un grupo y lo distinguen de los demás.
 

Dada su posición económica y social, la venta callejera es una estrategia viable porque requiere una inversión mínima. Generalmente, se agrupan alrededor de lugares de diversión pública como el Estadio, complejo deportivo de Medellín; el Palacio de Exposiciones, sitio de espectáculos y eventos; o el Pueblito Paisa, una reproducción para turistas de un pueblo antioqueño rural.
 

Blancos y negros, son un ejército marchante en la urbe, una reunión de personas que aunque deambulan por caminos separados, se unen cuando van en bus, se preguntan la hora, hablan de fútbol, opinan sobre el futuro del país, hacen fila en un banco para pagar los recibos o esperan en una de las tantas iglesias hasta que el cura les deposite la hostia del día.
 

El barrio La Iguaná, acoge desde hace más de 20 años a inmigrantes chocoanos que han sido rebautizados como “afrocolombianos”, por académicos, intelectuales y organizaciones, como un intento por abolir al despectivo término “negro.” A pocas cuadras de allí, en la carrera 65, sus coterráneos trepan a los buses e intempestivamente, colocan confites en las piernas de los pasajeros, a la espera de recolectar unas cuantas monedas.
La inmigración de “claros y oscuros”, la formación de sus familias en la ciudad, inciden aceleradamente en el cambio o reelaboración de la identidad étnica y cultural por la asignación de las representaciones y costumbres del entorno antioqueño en los procesos de socialización; “en el mestizaje como proceso de blanqueamiento.” (Olga Villadiego 1999).
 

El mestizaje, como el que se produjo entre el agente de la Policía Antioquia Roberto López y su esposa Nury Barrera, entre otros casos, han traído consigo una verdadera revolución étnica y cultural donde el elemento fundamental para la diferenciación social de los grupos étnicos pasa a ser el color de la piel.
La historia, el ciclo generacional y la costumbre han creado una barrera entre “claros y oscuros”. Pero la realidad se ha dado el lujo de mezclarlos constantemente, en el trabajo, el estudio, el amor, el deporte, en un abrazo, en un brindis o en un adiós; en una ciudad creciente en infraestructura pero selectiva en oportunidades.
 

Más que negros y blancos, que a diario se instalan de súbito en la urbe, son personas que tratan de esquivar las trampas de pobre que les da la vida; de no perder la alegría de vivir, amar, ayudar, compartir, trabajar y esperar a que la suerte les sonría con un empleo remunerado o con “pegarle” al gordo de la lotería. Como diría Peter Wade “el dinero borra todas las diferencias.”
 

Para Gladis Eufemia Arango, antropóloga de la U. de A, “blancos y negros no pueden reforzar su cultura, no la legitiman y tienen que adaptarse a otra.” Es el caso de don Francisco Morales, oriundo de Remedios, municipio fuerte en minería y comercio. Mantiene de alguna manera un vínculo con su cultura y sus sitios de origen por las constantes visitas de parientes y amigos.
 

La “estabilidad” de “claros y oscuros” la logran por medio de la vivienda en el borde de una cañada donde la tierra café húmeda amenaza con venírseles encima, aplastar su casa y matar a toda su familia. Un fenómeno que enfrentan en Medellín, es que les toca padecer como víctimas o incursionar como actores de la violencia.
 

Otros, con mejor suerte, deambulan en autos de lujo con vidrios polarizados, asisten a cocteles, están indecisos en comprar una casa de 150 ó de 200 millones o de asistir, al reinado en Cartagena y se jactan de promulgar a los cuatro vientos que proceden de una familia de abolengo.
 

No es de extrañar que blancos y negros que han soportado atropellos aberrantes a sus derechos humanos, construyan su propio mundo; sean el verdadero gobierno del pueblo y aunque no tengan saco, corbata o fajos de billetes, cuenten con ideas como la más contundente de las armas y desde la construcción de organizaciones sociales, poco a poco autodeterminen su propio destino social.

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